Aquella antigua doctrina que dejó para la posteridad el Oscuro de Éfeso, aquella que nos ha llegado tan fragmentada, tan interpretable, lleva consigo una verdad que todavía no ha sido desmentida: «La doctrina del fuir perpetuo, tal como la enseñó Heráclito, es dolora, y la ciencia, como hemos visto, no logra refutarla»1. El cambio resulta en esencia doloroso porque, al final, de una manera u otra, siempre conduce al ser humano a un indeseado lugar (del que no puede escapar). La fijeza de las cosas sólo cabe en las ideas heladas de hombres de mirada gélida, pero al cabo, el fuego hará con ellos lo mismo que hará con todos los demás (y todo lo demás). Lo determinado es, básicamente, sólo una ilusión, pues la cruda realidad consiste en un «devenir eterno y único, la indeterminabilidad de todo lo real, que constantemente actúa y deviene pero nunca ‘es’, como señala Heráclito, [y esto] es una idea terrible y sobrecogedora […]»2.
¿Y qué hacen los hombres ante este terrible y sobrecogedor cambio? Construyen ideas salvadoras que reverberan escuálidas en unos refugios llamados templos. Desde lo sagrado se quiere frenar el cambio, un cambio que es el fin de todo y el inicio de todo. Pero la permanencia que los hombres ven en las cosas es únicamente un espejismo que nace en sus almas mojadas de seguridad y salvación. Mas todo este esfuerzo humano que se concentra para anular lo inexorable no deja de ser el fruto del engaño de la vida. La vida es la mejor mentirosa, y el ser humano el animal que más fácilmente se deja engañar por su deseo de vivir.
1Russell, 2013.
2Nietzsche, 2004.






